Montaigne, Ensayos, Libro I,
Capítulo XXX
De los caníbales
Cuando el rey Pirro pasó a Italia,
luego que hubo reconocido la organización del ejército romano que
iba a batallar contra el suyo: «No sé, dijo, qué clase de bárbaros
sean éstos (sabido es que los griegos llamaban así a todos los
pueblos extranjeros), pero la disposición de los soldados que veo no
es bárbara en modo alguno.» Otro tanto dijeron los griegos de las
tropas que Flaminio introdujo en su país, y Filipo, contemplando
desde un cerro el orden disposición del campamento romano, en su
reino, bajo Publio Sulpicio Galba. Esto prueba que es bueno guardarse
de abrazar las opiniones comunes, que hay que juzgar por el camino de
la razón y no por la voz general.
Cuestiones:
- ¿Por qué razón el texto advierte de la necesidad de cuestionar las opiniones generales?
He tenido conmigo mucho tiempo un
hombre que había vivido diez o doce años en ese mundo que ha sido
descubierto en nuestro siglo, en el lugar en que Villegaignon tocó
tierra, al cual puso por nombre Francia antártica. Este
descubrimiento de un inmenso país vale bien la pena de ser tomado en
consideración. Ignoro si en lo venidero tendrán lugar otros, en
atención a que tantos y tantos hombres que vallan más que nosotros
no tenían ni siquiera presunción remota de lo que en nuestro tiempo
ha acontecido. Yo recelo a veces que acaso tengamos los ojos más
grandes que el vientre, y más curiosidad que capacidad. Lo abarcamos
todo, pero no estrechamos sino viento.
...
El hombre de que he hablado era
sencillo y rudo, condición muy adecuada para ser verídico
testimonio, pues los espíritus cultivados, si bien observan con
mayor curiosidad y mayor número de cosas, suelen glosarlas ...
Volviendo
a mi asunto, creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas
naciones, según lo que se me ha referido; lo que ocurre es que cada
cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. Como no
tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que
el ejemplo e idea de las opiniones y usos de país en que vivimos, a
nuestro dictamen en él tienen su asiento la perfecta religión,
el gobierno más cumplido, el más irreprochable uso de todas las
cosas. Así son salvajes esos pueblos como los frutos a que aplicamos
igual nombre por germinar y desarrollarse espontáneamente; en verdad
creo yo que mas bien debiéramos nombrar así a los que por medio de
nuestro artificio hemos modificado y apartado del orden a que
pertenecían; en los primeros se guardan vigorosas y vivas las
propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles,
las cuales hemos bastardeado en los segundos para acomodarlos al
placer de nuestro gusto corrompido; y sin embargo, el sabor mismo y
la delicadeza se avienen con nuestro paladar, que encuentra
excelentes, en comparación con los nuestros, diversos frutos de
aquellas regiones que se desarrollan sin cultivo. El arte no vence a
la madre naturaleza, grande y poderosa. Tanto hemos recargado la
belleza y riqueza de sus obras con nuestras invenciones, que la hemos
ahogado; así es que por todas partes donde su belleza resplandece,
la naturaleza deshonra nuestras invenciones frívolas y vanas.
Todos nuestros esfuerzos juntos no
logran siquiera edificar el nido del más insignificante pajarillo,
su contextura, su belleza y la utilidad de su uso; ni siquiera
acertarían a formar el tejido de una mezquina tela de araña.
Esas naciones me parecen, pues,
solamente bárbaras, en el sentido de que en ellas ha dominado
escasamente la huella del espíritu humano, y porque permanecen
todavía en los confines de su ingenuidad primitiva. Las leyes
naturales dirigen su existencia muy poco bastardeadas por las
nuestras, de tal suerte que, a veces, lamento que no hayan tenido
noticia de tales pueblos, los hombres que hubieran podido juzgarlos
mejor que nosotros. Siento que Licurgo y Platón no los hayan
conocido, pues se me figura que lo que por experiencia vemos en esas
naciones sobrepasa no sólo las pinturas con que la poesía ha
embellecido la edad de oro de la humanidad, sino que todas las
invenciones que los hombres pudieran imaginar para alcanzar una vida
dichosa, juntas con las condiciones mismas de la filosofía, no han
logrado representarse una ingenuidad tan pura y sencilla, comparable
a la que vemos en esos países, ni han podido creer tampoco que una
sociedad pudiera sostenerse con artificio tan escaso y, como si
dijéramos, sin soldura humana. Es un pueblo, diría yo a Platón, en
el cual no existe ninguna especie de tráfico, ningún conocimiento
de las letras, ningún conocimiento de la ciencia de los números,
ningún nombre de magistrado ni de otra suerte, que se aplique a
ninguna superioridad política; tampoco hay ricos, ni pobres, ni
contratos, ni sucesiones, ni particiones, ni más profesiones que las
ociosas, ni más relaciones de parentesco que las comunes; las
gentes van desnudas, no tienen agricultura ni metales, no beben vino
ni cultivan los cereales. Las palabras mismas que significan la
mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la
detractación, el perdón, les son desconocidas. ¡Cuán distante
hallaría Platón la república que imaginé de la perfección de
estos pueblos!
Viven en un lugar del país, pintoresco
y tan sano que, según atestiguan los que lo vieron, es muy raro
encontrar un hombre enfermo, legañoso, desdentado o encorbado por la
vejez. Están situados a lo largo del Océano, defendidos del lado de
la tierra por grandes y elevadas montañas, que distan del mar unas
cien leguas aproximadamente. Tienen grande abundancia de carne y
pescados, que en nada se asemejan a los nuestros, y que comen
cocidos, sin aliño alguno. El primer hombre que vieron montado a
caballo, aunque ya había tenido con ellos relaciones en anteriores
viajes, les causó tanto horror en tal postura que le mataron a
flechazos antes de reconocerlo. Sus edificios son muy largos, capaces
de contener dos o trescientas almas; los cubren con la corteza de
grandes arboles, están fijos al suelo por un extremo y se apoyan
unos sobre otros por los lados, a la manera de algunas de nuestras
granjas; la parte que los guarece llega hasta el suelo y les sirve de
flanco. Tienen madera tan dura que la emplean para cortar, y con ella
hacen espadas, y parrillas para asar la carne. Sus lechos son de un
tejido de algodón, y están suspendidos del techo como los de
nuestros navíos; cada cual ocupa el suyo; las mujeres duermen
separadas de sus maridos. Levántanse cuando amanece, y comen, luego
de haberse levantado, para todo el día, pues hacen una sola comida;
en ésta no beben; así dice Suidas que hacen algunos pueblos del
Oriente; beben sí fuera de la comida varias veces al día y
abundantemente; preparan el líquido con ciertas raíces, tiene el
color del vino claro y no lo toman sino tibio. Este brebaje, que no
se conserva más que dos o tres días, es algo picante, pero no se
sube a la cabeza; es saludable al estómago y sirve de laxante a los
que no tienen costumbre de beberlo, pero a los que están habituados
les es muy grato. En lugar de pan comen una sustancia blanca como el
cilantro azucarado; yo la he probado, y, tiene el gusto dulce y algo
desabrido. Pasan todo el día bailando. Los más jóvenes van a la
caza de montería armados de arcos. Una parte de las mujeres se ocupa
en calentar el brebaje, que es su principal oficio. Siempre hay algún
anciano que por las mañanas, antes de la comida, predica a todos los
que viven en una granjería, paseándose de un extremo a otro y
repitiendo muchas veces la misma exhortación hasta que acaba de
recorrer el recinto, el cual tiene unos cien pasos de longitud. No
les recomienda sino dos cosas el anciano: el valor contra los
enemigos y la buena amistad para con sus mujeres, y a esta segunda
recomendación añade siempre que ellas son las que les suministran
la bebida templada y en sazón. En varios lugares pueden verse, yo
tengo algunos de estos objetos en mi casa, la forma de sus lechos,
cordones, espadas, brazaletes de madera con que se preservan los
puños en los combates, y grandes bastones con una abertura por un
extremo, con el toque de los cuales sostienen la cadencia en sus
danzas. Llevan el pelo cortado al rape, y se afeitan mejor que
nosotros, sin otro utensilio que una navaja de madera o piedra. Creen
en la inmortalidad del alma, y que las que han merecido bien de los
dioses van a reposar al lugar del cielo en que el sol nace, y las
malditas al lugar en que el sol se pone.
Tienen unos sacerdotes y profetas que
se presentan muy poco ante el pueblo, y que viven en las montañas a
la llegada de ellos celébrase una fiesta y asamblea solemne, en la
que toman parte varias granjas; cada una de éstas, según queda
descrita, forma un pueblo, y éstos se hallan situados una legua
francesa de distancia. Los sacerdotes les hablan en público, los
exhortan a la virtud y al deber, y toda su ciencia moral hállase
comprendida en dos artículos, que son la proeza en la guerra y la
afección a sus mujeres. Los mismos sacerdotes pronostícanles las
cosas del porvenir y el resultado que deben esperar en sus empresas,
encaminándolos o apartándolos de la guerra. Mas si son malos
adivinos, si predicen lo contrario de lo que acontece, se los corta y
tritura en mil pedazos, caso de atraparlos, como falsos profetas. Por
esta razón, aquel que se equivoca una vez, desaparece luego para
siempre.
Cuestiones:
- ¿Qué razones ofrece Montaigne para preferir a los indígenas antes que a los civilizados?
Los pueblos de que voy hablando hacen
la guerra contra las naciones que viven del otro lado de las
montañas, más adentro de la tierra firme. En estas luchas todos van
desnudos; no llevan otras armas que arcos, o espadas de madera
afiladas por un extremo, parecido a la hoja de un venablo. Es cosa
sorprendente el considerar estos combates, que siempre acaban con la
matanza y derramamiento de sangre, pues la derrota y el pánico son
desconocidos en aquellas tierras. Cada cual lleva como trofeo la
cabeza del enemigo que ha matado y la coloca a la entrada de su
vivienda. A los prisioneros, después de haberles dado buen trato
durante algún tiempo y de haberlos favorecido con todas las
comodidades que imaginan, el jefe congrega a sus amigos en una
asamblea, sujeta con una cuerda uno de los brazos del cautivo, y por
el extremo de ella le mantiene a algunos pasos, a fin de no ser
herido; el otro brazo lo sostiene de igual modo el amigo mejor del
jefe; en esta disposición, los dos que le sujetan le destrozan a
espadazos. Hecho esto, le asan, se lo comen entre todos, y envían
algunos trozos a los amigos ausentes. Y no se lo comen para
alimentarse, como antiguamente hacían los escitas, sino para llevar
la venganza hasta el último límite; y así es en efecto, pues
habiendo advertido que los portugueses que se unieron a sus
adversarios ponían en práctica otra clase de muerte contra ellos
cuando los cogían, la cual consistía en enterrarlos hasta la
cintura y lanzarles luego en la parte descubierta gran número de
flechas para después ahorcarlos, creyeron que estas gentes del otro
mundo, lo mismo que las que habían sembrado el conocimiento de
muchos vicios por los pueblos circunvecinos, que se hallaban más
ejercitadas que ellos en todo género de malicia, no realizaban sin
su por qué aquel género de venganza, que desde entonces fue a sus
ojos más cruel que la suya; así que abandonaron su antigua práctica
por la nueva de los portugueses. No dejo de reconocer la barbarie y
el horror que supone el comerse al enemigo, mas sí me sorprende que
comprendamos y veamos sus faltas y seamos ciegos para reconocer las
nuestras. Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que
comérselo muerto; desgarrar por medio de suplicios y tormentos un
cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente, y echarlo luego a
los perros o a los cerdos; esto, no sólo lo hemos leído, sino que
lo hemos visto recientemente, y no es que se tratara de antiguos
enemigos, sino de vecinos y conciudadanos, con la agravante
circunstancia de que para la comisión de tal horror sirvieron de
pretexto la piedad y la religión. Esto es más bárbaro que asar el
cuerpo de un hombre y comérselo, después de muerto.
Crisipo y Zenón, maestros de la secta
estoica, opinaban que no había inconveniente alguno en servirse de
nuestros despojos para cualquier cosa que nos fuera útil, ni tampoco
en servirse de ellos como alimento. Sitiados nuestros antepasados por
César en la ciudad de Alesia, determinaron, para no morirse de
hambre, alimentarse con los cuerpos de los ancianos, mujeres y demás
personas inútiles para el combate.
Los mismos médicos no tienen
inconveniente en emplear los restos humanos para las operaciones que
practican en los cuerpos vivos, y los aplican, ya interior ya
exteriormente. Jamás se vio en aquellos países opinión tan
relajada que disculpase la traición, la deslealtad, la tiranía y la
crueldad, que son nuestros pecados ordinarios. Podemos, pues,
llamarlos bárbaros en presencia de los preceptos que la sana razón
dicta, mas no si los comparamos con nosotros, que los sobrepasamos en
todo género de barbarie. Sus guerras son completamente nobles y
generosas; son tan excusables y abundan en acciones tan hermosas como
esta enfermedad humana puede cobijar. No luchan por la conquista de
nuevos territorios, pues gozan todavía de la fertilidad natural que
los procura sin trabajo ni fatigas cuanto les es preciso, y tan
abundantemente que les sería inútil ensanchar sus límites.
Encuéntranse en la situación dichosa de no codiciar sino aquello
que sus naturales necesidades les ordenan; todo lo que a éstas
sobrepasa es superfluo para ellos. Generalmente los de una misma edad
se llaman hermanos, hijos los menores, y los ancianos se consideran
como padres de todos. Estos últimos dejan a sus herederos la plena
posesión de sus bienes en común, sin más títulos que el que la
naturaleza da a las criaturas al echarlas al mundo. Si sus vecinos
trasponen las montañas para sitiarlos y logran vencerlos, el botín
del triunfo consiste únicamente en la gloria y superioridad de
haberlos sobrepasado en valor y en virtud, pues de nada les servirían
las riquezas de los vencidos. Regresan a sus países, donde nada de
lo preciso los falta, y donde saben además acomodarse a su condición
y vivir contentos con ella. Igual virtud adorna a los del contrario
bando. A los prisioneros no les exigen otro rescate que la confesión
y el reconocimiento de haber sido vencidos; pero no se ve ni uno solo
en todo el transcurso de un siglo que no prefiera antes la muerte
que mostrarse cobarde ni de palabra ni de obra; ninguno pierde un
adarme de su invencible esfuerzo, ni se ve ninguno tampoco que no
prefiera ser muerto y devorado antes que solicitar el no serlo.
Trátanlos con entera libertad a fin de que la vida les sea más
grata, y les hablan generalmente de las amenazas de una muerte
próxima, de los tormentos que sufrirán, de los preparativos que se
disponen a este efecto, del magullamiento de sus miembros y del
festín que se celebrará a sus expensas. De todo lo cual se echa
mano con el propósito de arrancar de sus labios alguna palabra
blanda o alguna bajeza, y también para hacerlos entrar en deseos de
fluir para de este modo poder vanagloriarse de haberlos metido miedo
y quebrantado su firmeza, pues consideradas las cosas rectamente, en
este solo punto consiste la victoria verdadera.
Volviendo a los caníbales, diré
que, muy lejos de rendirse los prisioneros por las amenazas que se
les hacen, ocurre lo contrario; durante los dos o tres meses que
permanecen en tierra enemiga están alegres, y meten prisa a sus amos
para que se apresuren a darles la muerte, desafiándolos,
injuriándolos, y echándoles en cara la cobardía y el número de
batallas que perdieron contra los suyos. Guardo una canción
compuesta por uno de aquéllos, en que se leen los rasgos siguientes:
«Que vengan resueltamente todos cuanto antes, que se reúnan para
comer mi carne, y comerán al mismo tiempo la de sus padres y la de
sus abuelos, que antaño sirvieron de alimento a mi cuerpo; estos
músculos, estas carnes y estas venas son los vuestros, pobres locos;
no reconocéis que la sustancia de los miembros de vuestros
antepasados reside todavía en mi cuerpo; saboreadlos bien, y
encontraréis el guste de vuestra propia carne.» En nada se asemeja
esta canción a las de los salvajes. Los que los pintan moribundos y
los representan cuando se los sacrifica, muestran al prisionero
escupiendo en el rostro a los que le matan y haciéndoles gestos.
Hasta que exhalan el último suspiro no cesan de desafiarlos de
palabra y por obras. Son aquellos hombres, sin mentir, completamente
salvajes comparados con nosotros; preciso es que lo sean a sabiendas
o que lo seamos nosotros. Hay una distancia enorme entre su manera de
ser y la nuestra.
Tres hombres de
aquellos países, desconociendo lo costoso que sería un día a su
tranquilidad y dicha el conocimiento de la corrupción del nuestro, y
que su comercio con nosotros engendraría su ruina, como supongo que
habrá ya acontecido, por la locura de haberse dejado engañar por el
deseo de novedades, y por haber abandonado la dulzura de su cielo
para ver el nuestro, vinieron a Ruán cuando el rey Carlos IX residía
en esta ciudad. El soberano los habló largo tiempo; mostrárenseles
nuestras maneras, nuestros lujos, y cuantas cosas encierra una gran
ciudad. Luego alguien quiso saber la opinión que formaran, y
deseando conocer lo que les había parecido más admirable,
respondieron que tres cosas (de ellas olvidé una y estoy bien
pesaroso, pero dos las recuerdo bien): dijeron que encontraban muy
raro que tantos hombres barbudos, de elevada estatura, fuertes y bien
armados como rodeaban al rey (acaso se referían a los suizos de su
guarda) se sometieran a la obediencia de un muchachillo, no eligieran
mejor uno de entre ellos para que los mandara. En segundo lugar
(según ellos la mitad de los hombres vale por lo menos la otra
mitad), observaron que había entre nosotros muchas personas llenas y
ahítas de toda suerte de comodidades y riquezas; que los otros
mendigaban de hambre y miseria, y que les parecía también singular
que los segundos pudieran soportar injusticia semejante y que no
estrangularan a los primeros, o no pusieran fuego a sus casas.
Yo hablé a mi
vez largo tiempo con uno de ellos, pero tuve un intérprete tan torpe
o inhábil para entenderme, que fue poquísimo el placer que recibí.
Preguntándole qué ventajas alcanzaba de la superioridad de que se
hallaba investido entre los suyos, pues era entre ellos capitán,
nuestros marinos le llamaban rey, díjome que la de ir a la cabeza en
la guerra. Interrogado sobre el número de hombres que le seguían,
mostrome un lugar para significarme que tantos como podía contener
el sitio que señalaba (cuatro o cinco mil). Habiéndole dicho si
fuera de la guerra duraba aún su autoridad, contestó que gozaba del
privilegio, al visitar los pueblos que dependían de su mando, de que
lo abriesen senderos al través de las malezas y arbustos, por donde
pudiera pasar a gusto. Todo lo dicho en nada se asemeja a la
insensatez ni a la barbarie. Lo que hay es que estas gentes no gastan
calzones ni coletos.
Cuestiones:
- ¿A quiénes y por qué juzga Montaigne más bárbaros: a los indígenas o a los exploradores occidentales?
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